Economía

Fondo Monetario Internacional

El Fondo Monetario Internacional es, después de todo, un gigantesco banco. Y como todo banco grande, se dedica a robar a los pobres para dar a los ricos. Como decían los viejos izquierdistas: es un Hood Robin porque hace exactamente lo contrario de lo que hacía Robin Hood.

Si usted se toma la molestia de leer los objetivos de esta institución multilateral encontrará un cuento de hadas: su propósito es auspiciar la estabilidad económica mundial, facilitar la expansión equilibrada del comercio internacional, fomentar la estabilidad cambiaria y ayudar a las naciones que caigan en dificultades financieras.

Pero si usted se toma otra molestia, la de estudiar un poco para qué ha servido el FMI en sus 70 años de existencia (y especialmente durante los últimos 30, desde que comenzó el reinado intelectual y fáctico del neoliberalismo en el mundo), comprobará que ese enorme aparato global solo sirve para lo ya dicho: quitar a los que menos tienen para poner más buchones a los que ya tienen mucho.

Seamos justos: no se trata de satanizar al organismo en particular, sino de verlo como expresión —sin duda, satánica— del capitalismo que hasta san Juan Pablo llamó salvaje.

Los orígenes de este ente demoníaco se remontan a 1944, en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial. Las potencias que se encaminaban hacia la victoria estaban buscando la manera de repartirse el mundo del futuro, y como Estados Unidos andaba en plan de héroe, le iba a tocar la mejor parte. El encuentro del que surgió el FMI se realizó en un lugar llamado Bretton Woods, en el estado norteamericano de New Hampshire.

EEUU impuso sus puntos de vista sin muchos problemas porque sus aliados europeos estaban prácticamente demolidos por la guerra, los adversarios en el conflicto bélico (Alemania, Italia y Japón) se encontraban al borde de una aplastante derrota, mientras el resto del mundo estaba formado por países coloniales (como India y casi toda África) y por naciones formalmente independientes pero muy sometidas a los designios de Washington, como casi todas las de América Latina.

Puede decirse que los acuerdos alcanzados en Bretton Woods reflejaron el temor que EEUU y sus aliados de entonces le tenían a la paz que estaba por llegar. Suena un poco retorcido, pero es que así es este mundo. Las grandes potencias económicas querían vacunarse contra una eventual nueva crisis del capitalismo, parecida a la ocurrida en 1929, el año de la célebre Gran Depresión. El propósito fundamental era lograr que, una vez terminada la guerra, en el mundo imperase la libertad plena de comercio y se usara el dólar como moneda de referencia. El FMI y su hermano, el Banco Mundial, fueron partes fundamentales del tinglado que se armó para esa nueva etapa del imperialismo estadounidense, que ya llega a su séptima década.

Durante los primeros 20 años de la postguerra, el FMI cumplió a cabalidad su función de consolidar a EEUU como superpotencia capitalista. Incluso, cuando Richard Nixon, en 1971, anuló unilateralmente parte de los acuerdos de Bretton Woods al eliminar el patrón oro como respaldo del dólar, el Fondo demostró a quién era sumiso: no hizo nada.

Pero la parte más oscura de la historia del organismo vino después, en la década de los 80, cuando comenzó a patrocinar sus primeros programas de ajuste macroeconómico y, con ello, a llenar de miseria al planeta entero. En este propósito tuvo el aval de una secta académica, formada en las más prestigiosas universidades del mundo industrializado, economistas de altísimo nivel que se empeñaron en perfeccionar el trabajo del FMI: robar a los pobres y llenar las arcas de los ricos.

Para imponer estos programas, los tecnócratas no tuvieron empacho en aliarse con los más sanguinarios dictadores, cuyo arquetipo fue el chileno Pinochet. Luego, para no rayarse tan feo, los supergerentes optaron por otros compinches: viejos políticos socialdemócratas o socialcristianos que aceptaron convertirse en catequistas de la nueva doctrina neoliberal. El más destacado por estos lares fue Carlos Andrés Pérez. El pueblo venezolano, para sorpresa de muchos, fue el primero en rebelarse contra las recetas fondomonetaristas. El Caracazo de febrero de 1989 tuvo el efecto de un preludio de lo que luego sería —y sigue siendo— una colección de rebeldías. En eso estamos.

FMI

CLODOHER@YAHOO.COM / 

Ilustración: Alfredo Rajoy

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