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WRC: Ogier nacido para ganar

Cuando el coche cruza el letrero de bienvenida y se adentra por la estrecha tira de asfalto en que se torna la carretera al llegar, cuesta imaginar que sea este el lugar. Pero el cartel que cuelga del edificio principal no deja lugar al equívoco. Por increíble que parezca, es aquí. Forest-Saint-Julien. Una pedanía de 300 habitantes, cercana a la estación de esquí de Orcières-Merlette -donde Luis Ocaña protagonizó una de sus gestas más heroicas, en el Tour del 71, ante Eddy Merckx-, en la que se crió durante los ochenta, al abrigo de las montañas por las que discurre parte de la ruta del Monte-Carlo, el segundo piloto más laureado de la historia de los rallies -a espaldas de Loeb-: el pentacampeón mundial, Sébastien Ogier.

El galo nació el 17 de diciembre de 1983 en una clínica de Gap -la manzana de los Alpes, como se conoce entre sus paisanos; el fruto más cultivado en los campos de la zona-. Localidad de referencia dentro del área de los Altos Alpes, y, actualmente, bastión geográfico del Monte durante sus primeras etapas, desde queOgier se aposentó -a finales de 2013- en el trono del Mundial.

El susodicho pasó allí parte de la etapa escolar, y recibió también su primer empleo vinculado con el mundo de la automoción, como mecánico de la casa Peugeot que se ve al entrar al municipio. Pero sus raíces vitales, los pagos donde creció, se sitúan 15 kilómetros montaña adentro, en un ambiente puramente campestre y rural que acompañó la infancia del pequeño Sébastien.

Criado en el seno de una familia humilde, comparada con las de buena parte de los rivales que ha enfrentado siempre -su padre era repartidor de combustibles; su madre, contable en una residencia de ancianos-, ‘Seb’ apenas tuvo ocasión de descubrir durante la niñez el formidable talento que atesoraba para conducir. Viniendo de un entorno como el que le vio hacerse mayor, hace tres décadas nadie hubiese podido imaginar que el primogénito de los Ogier -tiene una hermana más pequeña: Virginie- acabaría dominando un deporte tan elitista como los rallies.

Esquiador y campeón de petanca

Ciertamente, desde pequeño palpó en casa una cierta afición por el motor. Su tío corría carreras de autocross, y su padre era un ferviente seguidor de Ayrton Senna. Un año lo llevó a ver los entrenamientos del Gran Premio de Mónaco, y cada invierno le subía a los tramos del Monte para seguir el rally. Incluso, le construyó un buggy artesanal con el que aprendió a derrapar por los caminos de su pueblo. Pero, al margen de alguna aproximación puntual al mundillo del karting, los deportes que practicó Ogier desde pequeño fueron más accesibles y estuvieron enraizados directamente con la tierra en la que creció.

Aprendió a esquiar muy joven, alcanzando en seguida gran destreza y habilidad. "Era muy rápido en pruebas de descenso", asegura su madre. "Tenía facilidad para medirse con los mejores", subraya el alcalde del pueblo, Fabrice Borel, quien apunta que, ya de crío, ‘Seb’ traslucía a menudo la cualidad por la que, décadas más tarde, se definió en sus inicios como piloto de rallies: su casta de campeón. "Cuando hacía esquí, se enfadaba si quedaba segundo. Tenía el carácter y el temperamento de un ganador nato", recuerda el corregidor.

Al llegar la adolescencia, Ogier decidió dejar de competir. Siguió esquiando solamente para sacarse un dinero trabajando como monitor. Y focalizó su instinto ganador en otros derroteros: el ‘boule lyonnaise’. Un juego similar a la petanca, muy popular en algunas zonas de Francia, que aunque tenga poco que ver con guiar una máquina de 400 caballos, como el Ford Fiesta que maneja ahora, requiere, igualmente, de temple y precisión.

"Sébastien siempre ha sido un gran competidor, en todos los deportes que ha practicado ha intentado ser el mejor", afirma su madre, Chantal. Tanto se esmeró su hijo de chaval, afinando casi a diario la puntería en un club de Saint-Bonnet, que, a los 19 años, llegó a proclamarse campeón nacional de la modalidad. Aunque, para entonces (2002-2003), los rallies, el motor, y la figura incipiente de un tal Loeb -muy aclamado ya en ese momento como futura estrella del equipo Citroën- habían empezado a cautivar la mente del joven francés.

Un fuera de serie

"Cuando se sacó el carné iba con los amigos a divertirse por la zona en un R-5 Turbo que tenía. A veces me lo encontraba, lo veía derrapando por una carretera helada, con nieve, y me daba la impresión de que tenía un don especial para conducir", evoca el alcalde con una sonrisa entrañable. En verdad, no fue hasta unos años más tarde, por una conjunción de astros que se alinearon a su favor, cuando Ogier pudo constatar que, efectivamente, gozaba de una destreza especial para pilotar.

Al acabar sus estudios de mecánica, ‘Seb’ comenzó a hacer prácticas en una escuela de Clairmont-Ferrand donde preparaban los Peugeot con los que se desarrollaba el Rally Jeunes. Un programa que ideó la Federación Francesa a mediados de los noventa para becar a chavales con talento que, el día de mañana, pudieran triunfar. Loeb lo intentó en su día y, aunque llegó a la final, nunca salió elegido. Ogier, conocedor de la historia de su tocayo, decidió presentarse también -costaba 20 euros la inscripción- y tampoco pasó el corte el primer año, así que estuvo trabajando una temporada entera, asistiendo los coches de los ganadores -entre ellos, el de un amigo suyo, Jérémi Ancian, al que años después llegó a patrocinar-.

En 2005 lo intentó de nuevo y, ya sí, fue seleccionado, lo mismo que Julien Ingrassia, su inseparable acompañante a partir de entonces. Un copiloto principiante en ese momento, recién licenciado por una escuela de negocios, que asistió a las pruebas como mero espectador, porque quedaban cerca de su pueblo. Tan fascinado quedó el joven comercial por las maneras y el temperamento de Ogier que, ese mismo día, solicitó a Peugeot correr con él. Ambos iniciaron a partir de entonces una carrera meteórica hacia la élite del Mundial: apenas cinco años más tarde, estaban ya festejando su primera victoria absoluta en el Rally de Portugal.

"Se le veía que iba para figura. El asfalto le costó un pelín más dominarlo, pero en tierra no había nadie que le cogiera. No éramos capaces de ganarle ni siquiera un tramo… Había pilotos que se mosqueaban por las diferencias que nos sacaba. A pesar de su juventud, ya era un fuera de serie", relata David Nafría, un piloto barcelonés que, después de ganar el Desafío Peugeot español, quiso probarse al otro lado de los Pirineos corriendo la monomarca del león donde debutó ‘Seb’ en 2006, antes de humillar a sus rivales un año después.

"Pronto comenzaron a compararlo con Loeb", apunta el catalán. Precisamente, el piloto de Haguenau, el referente de Ogier en ese momento, fue uno de los primeros que le reconoció como un futuro campeón. Lo vio correr con un Peugeot 206 casi de serie en un rally del nacional, por los tramos del Lemosín, y esa misma tarde aconsejó a la cúpula de Citroën que le echaran el guante. El ‘otro Seb’ no podía vislumbrar entonces una guerra fratricida como la que acabarían protagonizando ambos años después, y que hizo tambalearse los cimientos de la escuadra francesa.

Encantados con los réditos que les había dado la operación cazatalentos que emprendieron en su día con Loeb, los responsables deportivos de la marca siguieron las directrices de su campeón e incorporaron al equipo a Ogier, que estaba, además, respaldado -como su tocayo unos años antes- por la federación gala. A principios de 2008, entre unos y otros lo auparon en volandas al Mundial Júnior, y aunque nunca antes había corrido fuera de Francia, deslumbró a todos ofreciendo un pilotaje sumamente efectivo al volante de un Citroën C2 Súper 1.600 como el que había coronado Dani Sordo tres años antes. Ya no había vuelta atrás.

A partir de ese momento, desde que ingresó en las milicias de PSA y comenzó a fascinar al mundo con su clase y su apabullante talento, a demostrarse en un breve lapso de tiempo otro prodigio fascinante de la escuela francesa, igual de excelso que su homónimo Loeb, aquel niño de pelo rubio y mirada azul, criado en una aldea de los Alpes, fue, indefectiblemente, lanzado al estrellato donde habita hoy.

"Que de aquí haya salido un piloto con tanto talento, capaz de llegar tan arriba, de ser cinco veces campeón mundial, es alucinante…", señala el alcalde del pueblo de Fores-Saint-Julien, sosteniendo orgulloso la botella de champán con la que celebró Ogier su victoria -la primera sobre asfalto- en el Rally de Alemania de 2011, cuando firmó su carta de despido del equipo Citroën al airear las consignas que recibió para no atacar a Loeb. A pesar de sus orígenes, del entorno donde se crió, por suerte -como vino a decir con descaro, aquel fin de semana, el propio Ogier, nada más producirse el pinchazo del alsaciano que, azarosamente, le dio el triunfo a él-, el deporte, en ocasiones, independientemente de las circunstancias, también es soberano.

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