Crónica

Premio Nacional de Periodismo 2020: A codazo limpio

Más allá de los galardonados, este año el protagonismo fue para el coronavirus, que obligó a cambiar todo el formato de la gala de reconocimientos

Nunca antes un Premio Nacional de Periodismo fue tan evidentemente una carrera a codazo limpio: desde el infógrafo Iván Pernía quien, con su melena dorada al aire y su aspecto desenfadado, no lograba convencer a los efectivos de Casa Militar de que él recibiría esa tarde un reconocimiento a nombre del semanario Cuatro F; hasta la profesora Cristina González, Premio Único Simón Bolívar, quien tuvo que ajustar el codo y ofrecer sus venas para que le sacaran la muestra de sangre que iría al despistaje rápido contra el covid-19.

La entrega de galardones fue un acto rápido, eficiente e higiénico, como nunca antes. Alguien recordó que en la vieja normalidad nadie sabía ni siquiera pronunciar la palabra “hipoclorito” y los únicos rocíos de alcohol que se recibían eran los de las tascas del Centro para celebrar tan majestuosa distinción.

Y todo gracias a ese desgraciado bicho invisible, que ni siquiera alguien puede identificar a simple vista para encararlo, pero que el presidente Maduro no dudó en señalar, al aire, como algo realmente peligroso y eventualmente asesino.

Él mismo, dado a las demostraciones de afecto entre estrujones y apapachos, mantuvo todo el tiempo una disciplina a rajatabla en el salón Ayacucho del Palacio de Miraflores, conservando el distanciamiento social al que obliga su propio Decreto de Emergencia.

Premio Único Simón Bolívar para Cristina González

Una mesa llena de tentaciones

Todo fue raro, por usar una convención fácil. Nadie se acercaba demasiado al otro o la otra, los saludos fueron tan informales y afectados que parecían de peloteros o de ingleses, y aunque más de uno quiso abrazar con estrujón a la despampanante Lucía Córdova, premio en la mención Televisión, los muchachos díscolos, arrastrados habitualmente por sus instintos, supieron sostener el metro y medio de alejamiento prudencial.

Todos dieron negativo en el examen de sangre que se hizo masivamente en el vecino salón Ezequiel Zamora del Palacio Blanco

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La primera buena noticia de ese lunes 29 de junio (día de San Pedro y San Pablo, que unos desencantados parranderos festejaban a puerta cerrada en las ciudades de Guarenas y Guatire) fue que todos dieron negativo en el examen de sangre que se hizo masivamente en el vecino salón Ezequiel Zamora del Palacio Blanco. La otra fue que, si bien en la antesala del Salón Ayacucho —donde se desarrolló formalmente el acto— no se divisó ni un solo tequeño, al menos abundaron los minilunch de jamón, jugo, café y dulcitos para picar, exhibidos como un manjar distante para después del acto.

Ladeando la mesa de los refrigerios pasó, sometido por las tentaciones, el profe Earle Herrera casi de incógnito y con un tapaboca inmenso que le cubría prácticamente el rostro entero, subyugado (luego se desvelaría el plan) por el monólogo epistémico del presidente de Venezolana de Televisión, Freddy Ñáñez, quien lo entretuvo disimuladamente entre las graderías hasta la hora del evento.

Surgieron los codazos pero no como una insana competencia entre ambiciosos, sino como la única manera de establecer un nexo social

Comenzaron a surgir los codazos pero, esta vez, no como una insana competencia entre profesionales ambiciosos, sino como la única manera de establecer un nexo social en ese trance en el que los venezolanos somos expertos: el festejo, o como dirían los bailadores de champeta, “el espeluque”.

Carlos Arellán entró, cual estrella luminosa, a hacerse su despistaje, saludando con una mano al aire como una finalista del Miss Venezuela, ya que todos lo querían congratular no solo por ser el muchacho de moda, sino, además, por simpático, joven y humilde, de esas tierras que paren gente buena, según su casi paisano Earle Herrera: El Tigrito, al lado de El Tigre, sur del estado Anzoátegui.

Carlos Arellán: el muchacho de la película

1.000 bolívares la primera vez

Luego del tedioso compromiso del chequeo, que convirtió al salón de los vitrales en una especie de sala de emergencias de un dispensario médico reservado para periodistas, personal de protocolo y seguridad, los “fablistanes” fueron desplazados protocolariamente al Salón Ayacucho, que el Presidente reclamó como el lugar justo para entregar las estatuillas y no La Casona Aquiles Nazoa, donde se tenía programado originalmente el acto para el propio 27 de junio, Día del Periodista en Venezuela.

Cómo dudarlo, es el tejido en filigrana de la historia de estos tiempos azarosos, con todo y su halo fatal. En 78 años de registros del Premio Nacional de Periodismo nunca se había otorgado con tapabocas, aunque, quizás sí a codazo o empinando el codo, que es otra cosa.

Marlon Zambrano: crónica en primera persona

Como recogen Maira Ponce, Lorena Almarza y Milagros Pérez en su indagación El Premio cuenta su historia 1942-2019, originalmente se reconocía el oficio cada 24 de octubre, luego cada 1° de abril, en homenaje a La Gaceta de Caracas y al diario El Heraldo, respectivamente. Fue a partir del año 1949 del siglo pasado cuando se oficializó como Premio Nacional de Periodismo, y en 1964 se institucionalizó como un homenaje al semanario creado por el Libertador Simón Bolívar, El Correo del Orinoco, el 27 de junio de 1818.

De los primeros registros de un premio de periodismo en el país se cuenta el que en 1942 recibieron Luis Troconis Guerrero por su reportaje “El niño venezolano”, y Silvio Santiago García por su crónica “Albas, crepúsculos y noches para extranjeros”. Ambos recibieron un donativo de 1.000 bolívares de parte del Dr. Luis Teófilo Núñez durante una gala organizada por la Asociación Venezolana de Periodistas (AVP).

Maduro se contuvo ante los despampanantes atributos de Lucía Córdova

Earle engañado por Ñáñez

El ambiente, esterilizado y distante, se tiñó de sentimientos encontrados cuando Earle, “engañado” por Ñáñez, fue llevado hasta ahí para que fungiera de orador de orden, lo que le urgió los recuerdos y le estranguló la garganta al borde de las lágrimas al intentar rememorar la épica de su compañera de vida, y también periodista y profesora, Asalia Venegas, quien partió de este mundo el 9 de diciembre del año pasado y a quien se homenajeó en esta edición del premio.

Era la octava ocasión en que el presidente Maduro entregaba el reconocimiento. Jamás había sido todo tan inescrutable y como él mismo confesó, echó en falta los abrazos, las cartas, los regalos, el intercambio.

El premio está simbolizado por la escultura Zenit, obra de Santiago Aguirre

Aunque el protocolo y sus ensayos previos habían desautorizado cualquier contacto físico con el primer mandatario nacional —incluso unos puntos marcados en el piso ceñían los desplazamientos a movimientos reglamentarios, cuando arrancó la entrega de la escultura Zenit del artista plástico Santiago Aguirre—, el jefe de Estado hizo lo que le correspondía: romper el protocolo, y aunque los premiados tenían la seguridad de que sólo con una reverencia distante podrían saludar a Maduro, éste bajó los peldaños del presidio y a cada uno le dio su codazo bien dado, entre risotadas, comentarios y conatos de abrazo.

Con Diógenes Carrillo, Premio al Periodismo Alternativo —quien venían embalado como un explorador extraviado, con gorra, guantes, mascarilla y lentes—, fue especialmente deferente: le esquivó la mano cuando ambos venían pa encima a fundirse en un apretón de viejos camaradas de lucha.

La lámpara de Diógenes iluminando la escena

Lo que dicen unas piernas

Lo que siguió fueron las palabras emocionadas del gobernante, luego de que le sanearon el micrófono del podio con varios guamazos de atomizador, que él mismo calificó de exagerados: “Dejaron al micrófono borracho de tanto alcohol”, bromeó.

Realmente las medidas de prevención fueron extremas. Los y las periodistas, el jurado, el personal técnico y los escasos ministros que acompañaron al acto de entrega debieron someterse a no menos de tres alcabalas de duchas de higiene y medición de la temperatura corporal.

Aun así, en el Salón Ayacucho se cuidó meticulosamente la asepsia en el día 106 de la batalla contra la pandemia del coronavirus, hasta que Maduro no aguantó más, se arrancó el tapabocas y dijo lo que casi cualquiera intuye: “Este país es más grande que el bobolongo de Guaidó”, y lanzó varios tubazos en honor a la vieja manera de hacer periodismo analógico, de cuando no existían ni la cuarentena ni TikTok.

El Presidente de pie, a la altura de sus casi dos metros de entereza, con traje azul y sorteando la arremetida más brutal a la que ha podido estar sometido presidente alguno en la historia de este país, dio un espectáculo que algunos testigos presenciales no podían imaginar: habló desde sus piernas.

Efectivamente, enardecido por los últimos bochornos de la geopolítica, que sitúan a Venezuela en el epicentro de un espectáculo dantesco frente a los intentos de intromisión eurocéntrica, reclinó sus inmensos pies, rebatió las batatas, removió sus rodillas, hizo aspavientos con sus muslos, caminó en su propio eje sin moverse un milímetro, mientras los tiros de cámara sólo se permitían enfocar su rostro digno e iracundo, y unos pocos pudieron observar directamente ese prodigio histriónico de un mandatario que se defiende del oprobio hasta con sus extremidades.

Terminó el evento, y sobra decir que todos se aflojaron el tapabocas frente a la mesa de bocadillos, para darle rienda suelta al contagio de sabores.

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