Culturales

Orlando Urdaneta: el humorista amargado

De comediante de veloz ingenio pasó a ser un histérico golpista, oscuro instigador de la violencia, comandante guerrillero del ciberespacio que insta a otros, desde prudente distancia, a arriesgar el pellejo y disparar a matar

Si usted está interesado en investigar acerca del daño que puede causar la amargura —esa especie de salitre del alma—, revise el caso de Orlando Urdaneta.

No hablemos de los cambios ideológicos que en este talentoso actor operaron cuando la Revolución dejó de ser una habladera de paja y se transformó en un proceso vivo. Más que un asunto individual, ese fue un fenómeno colectivo que afectó a buena parte de la intelectualidad que posaba de izquierda entre los años 60 y 90, y por eso la explicación que merece es sociológica. Pongamos más bien el foco en cómo un fiero resentimiento le oxidó el carácter, la personalidad, el sentido del humor y hasta el don de gente a este histrión zuliano que, según Wikipedia, tiene 68 años.

El muchacho que encarnó míticos papeles de campuruso recién llegado a Caracas; el comediante de veloz ingenio, capaz de alternar con grandes gurúes de la risa, terminó convertido en un histérico golpista. El animador de programas de variedades que hacían felices a amas de casa aburridas y a gente confinada en salas de espera, se transfiguró en oscuro instigador de la violencia, un comandante guerrillero del ciberespacio que, desde prudente distancia, insta a otros a arriesgar el pellejo y disparar a matar. Un antiguo condiscípulo del liceo Andrés Bello lo recuerda en el grupo de teatro que, en los años 60, dirigía el insigne Eduardo Calcaño. “No participaba en política, prefería la popularidad que daba el estar sobre las tablas”, revela.

El excompañero le ha seguido la pista, algo natural porque Urdaneta ha sido siempre una celebridad. Dice que al principio era más chistoso que humorista, pero en los años 70 y 80, tal vez por la influencia de las grandes personalidades con las que se ligó, pudo evolucionar hacia el buen humorismo. “Ahora, después de viejo, está de nuevo dando la cómica”, resume.

En sus mejores tiempos hizo teatro de la mano de Fausto Verdial y José Ignacio Cabrujas; hizo cine dirigido por Mauricio Walerstein, Giancarlo Carrer, Román Chalbaud, Thaelman Urgelles y Carlos Oteyza. Paralelamente ascendió en el mundillo de la telenovela, desde pequeños papeles en clásicos como Lucecita hasta roles protagónicos en Elizabeth y La Guajirita, entre muchas.

Luego incursionó en la animación. Su programa Almorzando con Orlando (el original, en la VTV de los años 80, porque últimamente ha intentado una copia patética) tuvo tanto impacto publicitario que algunos llegaron a comparar al zuliano con esa máquina de vender avisos que fue Renny Ottolina.

Consagrado como figura de la farándula, siguió haciendo cine y TV durante los años 90, hasta que la llegada de Hugo Chávez Frías (y más que la llegada, su temprana ruptura con el grupo de presión política de El Nacional) le amargó la vida.

Ya en 2001 era furibundo antichavista, una especie de versión masculina de una doñita de El Cafetal. Hasta ahí, todo bien, nadie tiene derecho a cuestionar sus ideas políticas. Pero sus actuaciones en abril de 2002 fueron tan deplorables que no hubiesen calzado ni siquiera en una mala película hollywoodense. Quienes lo vieron en Fuerte Tiuna la noche del 11 intentan excusarlo diciendo que no era él mismo, que se encontraba bastante “alterado” por algún factor externo. Gente menos sutil asegura que “estaba hasta las metras”. Sin embargo, la intención de defenderlo por su conducta aquella noche loca tropieza con todo lo que ha hecho después, en situaciones en las que —se presume— está bueno y sano. Nunca ha mostrado el más leve arrepentimiento por las barbaridades que hizo y, por el contrario, cada vez ha ido más lejos en su cólera, proponiendo públicamente hasta el magnicidio, para solo mencionar lo más grueso. Es, volvamos al principio, la hiel de la amargura, el salitre espiritual, capaz de carcomer hasta el amor de madre.

/N.A

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