Opinión

El acto de matar

Cincuenta de los colaboradores en el documental prefirieron permanecer anónimos por temor a las represalias paramilitares

 

¿Qué es este delirio kitsch donde misses indonesias desfilan ante cascadas lejanas y una arruinada edificación en forma de pez, mientras el gordo Anwar Koto en atuendo travestí les ordena: “Sonrían, sonrían, no muestren su peor lado a la cámara?”.

Es la apertura de El acto de matar, documental donde Joshua Oppenheimer recoge los testimonios de paramilitares que, con apoyo de Lyndon B. Johnson y de Henry Kissinger, liquidaron en 1965 en Indonesia entre medio millón de supuestos izquierdistas, o 2.600.000, según la estimación satisfecha del general Sarwo Ethie.

“¿Y los hijos no quieren vengarse?”, pregunta sonriente la animadora del reality show donde ocurren estos desahogos del alma. “Es que no pueden porque acabamos con todos”, contesta el paramilitar Anwar Kongo.

 
Anwar Kongo confiesa luego cómo pasó de revendedor de entradas de cine a ejecutor en masa. Explica, con un voluntario que hace de víctima: “Al principio los degollábamos, pero corría mucha sangre, había un olor horrible. Entonces los ahorcábamos con alambres”.

No se filma lo que ocurrió hace medio siglo, se lo escenifica. El obeso Herman Koto, con lentes negros y el uniforme veteado de negro de su organización paramilitar, Pancasila, hace casting en un barrio marginal. “Estas mujeres no quieren interpretar comunistas porque todos pensarán que son comunistas de verdad. Buscamos mujeres que interpreten esposas con hijos.

En la actuación ustedes tratan de que no quememos sus casas pero nosotros las quemamos”. Gritan mujeres y niños: “No quemen mi casa, no lo hagan, por favor. Mamá, quemaron mi casa, todo desapareció”. Koto se une a la actuación: “Mátenlos, destruyan su casa, quémenla, quémenla toda. Sigue llorando, así es”. 

Las reconstrucciones incluyen la quema de un poblado completo y un cambio de roles, donde el paramilitar Anwar Kongo hace de víctima, maquillado con falsas heridas y vendado. A pesar de que es una representación, el genocida queda traumatizado. Lo persigue la imagen de una víctima a quien cortó la cabeza y no cerró los ojos.

Cincuenta de los colaboradores en el documental prefirieron permanecer anónimos por temor a las represalias paramilitares. Ojalá no volvamos nunca a sentir este temor los venezolanos. 

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